lunes, 23 de noviembre de 2020

La vida de la clase alta en la segunda mitad del siglo XIX

 Existe un forma interesante de reflexionar sobre la historia, y es a través de la narración histórica, hay muchos detalles que podemos descubrir como el vestuario, las costumbres, los valores, la comida y los detalles de la vida cotidiana cuando nos sumergimos en una historia ficticia pero que cuida el ambiente histórico con presición.

Te invito a leer este cuento y a imaginarte la vida de esta familia de la clase alta, a dos años de la presidencia de Porfirio Díaz.



Coronel

por Catalina Gómez Fonseca

Domingo por la mañana

La historia comienza en la vida de una familia noble, de México en 1886…

E

ra domingo por la mañana, y el ritual comenzaba, nana Josefa una estricta, pero muy amorosa mestiza con largas trenzas y voz de mando, llegaba a mi habitación, separaba las cortinas y sin decir nada, abría mi baúl y sacaba mi vestido de domingo, lo colocaba sobre la silla junto a mis  tocados y con él, mis guantes, las zapatillas de punta, escogía listones y preparaba mi corsé, era el primer año que lo usaba, ya había sido presentada en sociedad, así que se esperaba que luciera como una dama.

A veces para que mi vestido blanco luciera diferente buscaba entre mis sedas una que se distinguiera. De la cocina llegaba el aroma del café molido y del pan recién horneado, mi madre había contratado a una cocinera que sabía hacer pan al estilo francés, que mi padre declaraba era lo mejor que había dejado Maximiliano. 

Entonces sabía que era inevitable, había que levantarse, tenía mucha hambre y era preferible ir a misa con el estómago lleno, así que con muy poco entusiasmo, con la meta de llegar por el pan y la mantequilla, dejaba la cama y comenzaba a colocar cada capa de tela que mi cuerpo llevaría el resto del día.

Josefa no tenía piedad con el corsé que apretaba hasta la última agujeta, luego tomaba el cepillo y peinaba mi cabello, adoraba esa parte de la liturgia dominguera, porque nunca me peinaba igual, soltaba mis horquillas y lograba hacer que mi larga cabellera terminara en una elegante cascada, adornada con listones de colores.

 Todos se apresuraban, se escuchaban los caballos que relinchaban, mientras les colocaban los arneses para disponer el carruaje. Sin temor a manchar mi vestido atravesé corriendo el patio hasta la cocina, quería ver lo que había para almorzar, el olor era maravilloso, Encarnación que había trabajado en casa de aristócratas franceses había preparado el platillo favorito de papá, ¡crepas de huitlacoche!, me escabullí entre la servidumbre y estiré la mano para tomar una,  cuando sentí la cuchara y la mirada desafiante de Inés, -Señorita Marina, todavía no están en la mesa-, para después sonreírme y acercarme la canasta, - vaya a la mesa señorita Marina, su padre ya está esperándole, pero termine esto antes de llegar a saludarlo-. Con una sonrisa y la boca llena corrí al comedor.

Mi padre el coronel

M

i padre era un hombre muy especial, había nacido en una familia de clase noble, criollo y militar retirado, un hombre valiente a quien llamaban “coronel”,  dependiente de un bastón que usaba con elegancia por una herida que sufrió al caerse del caballo, su mundo giraba alrededor de libros y reuniones en el Jockey Club, que eran un misterio para mí, hombres que pasaban las tardes hablando de política,  discutiendo a Voltaire y a Moliere, fumando pipas, e intentando pacificar a liberales y conservadores que usualmente no perdían ocasión para levantar la voz.

Mi madre llamó a la mesa, ayudé a mi hermano Efraín a sentarse correctamente, no quería que hoy le llamaran la atención, deseaba que llegaramos a misa de las doce sin incidentes, coloqué su servilleta sobre su regazo y le hice una seña para que bajara los codos de la mesa, mamá era muy estricta con los modales en la mesa, decía que “la gente decente tenía libros en la cabeza, música en las manos y modales delicados en la mesa”. 

Papá hojeaba “La Crónica” el único periódico que se permitía leer en la casa, y mientras disfrutábamos del almuerzo, escuchamos a papá suspirar, y luego declarar con melancolía: “a las elecciones les faltan integridad”, -de eso siempre se quejan los diputados que no han salido-, mamá lo conocía bien, y con franca discreción quiso cambiar la conversación, -¿Has visto cómo han iluminado los edificios? ¡Están bellísimos! Parece un paseo veneciano en día de gala.

Entonces Efraín que parece que nunca atiende nada, pero en realidad todo lo piensa, lo mira con curiosidad y siempre quiere saberlo todo, le pregunta a papá: -¿Por qué se adornan las casas el 14 de julio?- Mi padre sin dudar, cierra el periódico y le explica a mi hermano de 8 años, -porque se celebra el triunfo de la libertad niño precoz, o como dicen los franceses “Ienfant terrible”- Efraín entonces añade ¿Y qué es la libertad? Mi padre que nunca despreciaba una pregunta,  bebió un sorbo de su café, cruzó la pierna y de forma muy seria le explicó, -es el abatimiento de los tiranos-  mi hermano lo miró detenidamente, y volvió a preguntar: -¿Y quiénes son los tiranos? – Mi padre sabiendo que debía cerrar el cuestionario con una respuesta definitiva, se inclinó hacia mi pequeño hermano y le dijo mirándolo a los ojos: - los que niegan la legítima satisfacción de dejar hacer a cada uno su voluntad-.

Efraín se quedó pensativo, y guardó silencio por un momento, mi padre satisfecho por su respuesta volvió a su periódico, entonces mi pequeño e ingenuo hermano replicó –¡Papá! entonces usted es un tirano, porque nunca nos deja a Marina y a mí hacer lo que queremos-.

Mamá y yo contuvimos la respiración, tragué el pedazo de pan con mantequilla y sentí como se deslizaba por mi garganta, cuando escuchamos aliviadas la carcajada de papá, entonces respiramos otra vez y reímos con él, el niño precoz, había hecho sonreír a papá, porque en el fondo el coronel sabía que tenía razón.

Papá pidió el carruaje y todos nos dispusimos a subir, la puerta de cada carruaje estaba adornada con el escudo heráldico de la familia, yo los  miraba con atención, porque así podía saber quienes llegaban a misa, algunos carruajes llevaban dos mozos, a algunas familias les gustaba que uno guiara los caballos y otro extendiera la mano a sus ocupantes.

Llegamos a la iglesia y como era costumbre una fila de “léperos” estaban sentados en las banquetas y observaban entretenidos como descendíamos de los carruajes, el pueblo tiene sus propias diversiones, y una de ellas era mirar a la gente rica y sus vestidos de bengalina. Mamá nos obligaba a sentarnos muy adelante para forzarnos a no distraernos, yo sabía que al final nos preguntaría sobre la lectura en latín del pasaje de las Escrituras del día, y el latín no es lo que prefiero aprender, así que no podía distraerme con los jóvenes que pasaban a mi lado, lanzando miradas pretendiendo hacerme sonrojar.  De vez en cuando echaba un vistazo a las plumas y a los sombreros, a los militares uniformados, a los mestizos y a la gente común, que por un momento, ese día de la semana todos juntos, podíamos  compartir la hostia y la fe en el Cristo de la cruz, sin importar la cuna de donde procedíamos.

El día de los valientes

E

se día no terminaría como de costumbre, camino a casa, una ola de humo inundó el carruaje, papá se asomó por la ventana y miró el taller de encuadernación en llamas, papá conocía bien el lugar y a su dueño, allí encargaba sus libros de cuentas, sin pensarlo le gritó al cochero -¡José, detente!- impetuosamente el chofer obedeció y jaló las riendas, nos sacudimos dentro de la carreta hasta que se detuvo. Papá abrió la puerta, dio un saltó y cojeando corrió hacia el local  que humeaba, Don Lupe y su esposa estaban afuera, tosiendo y con los ojos llorosos, papá lo miró y les preguntó si estaban bien, y doña Elia le respondió –nuestro hijo, Alfonso no ha salido, quiso salvar la caja de ahorros- 

El coronel, sin titubear caminó hacia el taller, mamá le gritó sin obtener respuesta, después de unos minutos que parecieron una eternidad, mi padre el valiente coronel sacaba en brazos a Alfonso un joven de 14 años con el cofre de ahorros de su padre en las manos.

Nunca olvidaré esa escena, un militar condecorado, dispuesto a dar la vida por un joven desconocido, y ese joven dispuesto a dar la vida para salvar los ahorros de su familia.

Los médicos dijeron que Alfonso no volvería a caminar por las heridas, por varios meses acompañé a papá al hospital, luego empecé a ir por mi cuenta, le leía libros y nos hicimos amigos.

Mi padre desarrolló una estrecha relación con don Lupe y su familia, y el acto heroico de su hijo Alfonso, le movió a ayudarlo, pagó sus gastos médicos y le dio el mejor regalo que un hombre puede recibir: Educación.

Alfonso se graduó como abogado y visitaba a papá todos los viernes, agradecido por la ayuda que recibió le llevaba libros y tabaco, y pasaban largas horas hablando de historia, de arte y política.

Diez años después de ese desafortunado accidente estoy atravesando el pasillo con papá, hace 10 años él sacó a un niño de 14 años de su casa engullida por el fuego. Los médicos dijeron que nunca volvería a caminar. Hoy miro a ese joven que desafió todos los obstáculos, se escabulló en la alta sociedad y lo observo sonriendo, de pie, en el altar, esperando pacientemente colocar un anillo en mi dedo.


 Bibliografía

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